Lucas 22:47-51
“Mientras él aún hablaba, se presentó una turba; y el que se llamaba Judas, uno de los doce, iba al frente de ellos; y se acercó hasta Jesús para besarle. Entonces Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? Viendo los que estaban con él lo que había de acontecer, le dijeron: Señor, ¿heriremos a espada? Y uno de ellos hirió a un siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Basta ya; dejad. Y tocando su oreja, le sanó.”
Imagínese que usted sale con un grupo de amigos a acampar en uno de los parajes cercanos a su ciudad. Durante la noche se reúnen todos en sus bolsas de dormir alrededor del fuego para charlar y mirar las estrellas de esa noche de luna nueva. Pasan horas y horas conversando, y al final se quedan dormidos casi al salir el sol. Al otro día, cuando llegan a casa, se enteran por las noticias que esa noche había pasado una estrella fugaz grande y resplandeciente que había iluminado el cielo de toda la región, y usted no la había visto. ¿Cómo se sentiría? De seguro se preguntaría: ¿Cómo fue que ninguno de nosotros lo vimos? ¡Imposible! ¿verdad?
La noche del arresto de Jesús, sus discípulos y el Maestro se encontraban apartados, cerca de la ciudad de Jerusalén, cuando un grupo de sacerdotes y guardias del templo se acercaron para arrestar al Señor. En medio de la turba, se encontraba un joven de nombre Malco (Jn 18:10). “Pero Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús nazareno. Jesús les dijo: Yo soy. Y estaba también con ellos Judas, el que le entregaba. Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron, y cayeron a tierra.” (Jn 18 4-6)
La respuesta de Jesús no solo sorprendió a sus aprehensores por la firmeza, sino también porque la expresión “Yo soy” lo identificaba como Dios (Éx 3:14). Pero aun así no lo vieron cómo Dios.
En un momento, mientras se acercaban a tomar a Jesús, Simón Pedro toma su daga en defensa del Señor y corta la oreja derecha de Malco; Jesús con autoridad detiene la acción evitando innecesaria violencia, y con amor acerca su mano y sana la oreja del agraviado siervo del sumo sacerdote; pero aun así no lo vieron cómo el Mesías de Dios (Is 35:5; Jn 7:31).
Quienes habían salido apresar a Jesús tenían un corazón entenebrecido y duro. Tal era su maldad, que ni el acto compasivo del Señor al sanar la oreja del siervo fue suficiente para mirar el poder y el amor de Dios. No fueron capaces de reaccionar ante su respuesta que lo identificaba como Dios, aunque por un instante los estremeció.
Hoy en día hay muchos que siguen ciegos ante las bondades de Dios. Reclaman señales, pero ni las mismas señales podrían cambiar ese corazón entenebrecido que los vuelve incrédulos. Cuando Jesús estaba ante el concilio, le preguntaron si era el Cristo, a lo que el Señor respondió: “Si os lo dijere, no creeréis.” (Lc 22:67)
Cuidemos que nuestro corazón no se vuelva incrédulo y duro. La dureza puede afectar nuestros sentidos espirituales y no permitirnos reaccionar ante la obra de Dios. Podríamos leer la Biblia y ni siquiera inmutarnos cuando nos muestra nuestro pecado. Eso puede causarnos gran daño.
Pidamos a Dios que nos ayude a ser siempre sensibles ante Su obra y Su Palabra, y que cada día lo podamos reconocer como Dios.
«Dios, ayúdame a no caer en la insensibilidad de Tu presencia y obra en mi»
Romanos 2:4, 5
“¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento? Pero por tu dureza y por tu corazón no arrepentido, atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.”