2 Samuel 7:8-13
“Ahora, pues, dirás así a mi siervo David: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te tomé del redil, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he estado contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he destruido a todos tus enemigos, y te he dado nombre grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra. Además, yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan más, como al principio, desde el día en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti te daré descanso de todos tus enemigos. Asimismo Jehová te hace saber que él te hará casa. Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino.”
Cuando hablamos de la realeza inmediatamente puede venir a nuestra mente un gran palacio, unas habitaciones majestuosas, salas gigantes llenas de adornos y lámparas, un comedor amplio con una mesa larga en el centro y con copas finas sobre ella. La ropa del rey llena de gran decoración, una corona reluciente sobre la cabeza, y ante su presencia un gran número de siervos que complacen su voluntad día tras día. Mi mente siempre se remonta a los años del Renacimiento y posterior a él.
En las monarquías de los siglos pasados, solamente un hijo del rey podía acceder al trono de su padre, en forma general. Eran los descendientes quienes estaban ligados al trono, y en casos excepcionales, podía pasar el trono a la persona más cercana en parentesco, a menos que el trono sea usurpado. Escuchar que un plebeyo llegue a gobernar era cosa extraña.
Un día David, quien había sido tomado “del redil, de detrás de las ovejas, para que fuese príncipe… sobre Israel” (2 S 7:8), recibe una promesa de parte de Dios, era un pacto eterno que cambiaría su vida y trascendencia para siempre: “Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas… y yo afirmaré para siempre el trono de su reino” (2 S 7:12, 13).
Jesús, el hijo de David (Lc 1:32), nacería muchos años después en la misma ciudad que su padre terrenal (Lc 2:11), y bajo su linaje venía a reinar y tomar el trono prometido. Lo maravilloso de este Rey Soberano, es que al igual que Su antecesor, nació humildemente, no en medio de grandes galas, sino en un sencillo pesebre, pero las huestes celestiales anunciaron majestuosamente al mundo su nacimiento (Lc 2:10-14), y el cielo se llenó del esplendor por la estrella que proclamaba su llegada, pues venía a reinar (Mt 2:1, 2).
«Jesús, Tú eres el Rey Eterno»
Lucas 1:31-32
“Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre.”