
Salmos 115:1-11
“No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, Sino a tu nombre da gloria, Por tu misericordia, por tu verdad. ¿Por qué han de decir las gentes: ¿Dónde está ahora su Dios? Nuestro Dios está en los cielos; Todo lo que quiso ha hecho. Los ídolos de ellos son plata y oro, Obra de manos de hombres. Tienen boca, mas no hablan; Tienen ojos, mas no ven; Orejas tienen, mas no oyen; Tienen narices, mas no huelen; Manos tienen, mas no palpan; Tienen pies, mas no andan; No hablan con su garganta. Semejantes a ellos son los que los hacen, Y cualquiera que confía en ellos. Oh Israel, confía en Jehová; El es tu ayuda y tu escudo. Casa de Aarón, confiad en Jehová; El es vuestra ayuda y vuestro escudo. Los que teméis a Jehová, confiad en Jehová; El es vuestra ayuda y vuestro escudo.”
El hombre, a causa de su condición pecaminosa, ha rechazado desde ese mismo momento la autoridad y la deidad del Dios quien lo creó. Su anhelo de llegar a ser como Dios (Gn 3:5) lo ha llevado a exaltarse a sí mismo, o buscar de alguna manera adorar a algo o alguien que represente físicamente una deidad. Los cultos a otros dioses e ídolos han sido practicados desde los mismos inicios de la historia de la humanidad, y vemos registrado que los antecesores de Abraham ya adoraban a “dioses extraños” (Jos 24:2, 15). Labán, padre de Lea y Raquel, tenía unas figuras que fueron tomadas por Raquel, y que representaban a más de un ídolo, un derecho de herencia.
Cuando Dios sacó al pueblo israelita de Egipto, entre los primeros mandamientos dados, les ordenaba que no tuvieran otros dioses ni se hicieran imagen de nada creado (Éx 20:3-5; Dt 4:15-40; 5:7-9), ya que ello desviaría su corazón y los alejaría del Único y Verdadero Dios Trino (Dt 5:6; 6:4, 5). Lamentablemente, el pueblo, en su afán de aferrarse a algo visible y tangible, creó su primera imagen en el mismo proceso del exilio de Egipto, por lo cual Dios se molestó en gran manera (Éx 34; Comp. Ro 1:18-25).
La razón por el que fueron llevados cautivos por Babilonia era la idolatría. Dios, después de haber trabajado con Su pueblo por 40 años en el desierto, les advirtió antes de que entren en la tierra prometida que no debían ir en pos de los dioses de las demás naciones (Dt 31:16-18), y nuevamente no escucharon, por tal razón el Señor los castigó. El Salmo 115 es un canto hecho después de su regreso a Jerusalén, cuando los israelitas aprendiendo del castigo, nunca más volvieron a postrarse ante otros dioses o ídolos.
El Salmo inicia reconociendo que el hombre nunca será digno de ser honrado, sino solamente Dios (v. 1). Nos enseña que, aunque la gente no vea a Dios, debemos recordar que Él está en los cielos, sentado desde Su trono gobernando (v. 2, 3). Esta verdad destruye y tira por el piso cualquier deseo que el hombre tenga que reducir a un Dios invisible, glorioso y supremo, dentro de una imagen. Si realmente queremos mirar a Dios, debemos mirar hacia el cielo, en donde está Su eterna y majestuosa morada.
Las imágenes o ídolos que el hombre ha hecho son figuras que, aunque puedan ser bien diseñadas, son meros objetos que no hablan, no ven, no oyen, no huelen, no palpan, no andan (v. 4-7). Son simples objetos vanos, como vanos quienes los hacen y confían en ellos (v. 8).

Al contraste de los ídolos, el Señor sí es nuestra verdadera ayuda y nuestro gran escudo (v. 9-11). Es Dios misericordioso y lleno de verdad (v. 1), porque perdona y bendice a quienes le temen (v. 12-16). Nuestro Dios será alabado y bendecido por siempre por quienes lo han reconocido como es, el Único Dios, digno de ser glorificado (v. 17, 18).
Para llegar a conocer a Dios Padre, tiene que mirar a Jesús, pues “Él le ha dado a conocer” (Jn 1:18; 14:6).
«Querer reducir a Dios a una “imagen” es rechazar groseramente la verdad de Su deidad»
Salmos 115:18
“Pero nosotros bendeciremos a JAH Desde ahora y para siempre. Aleluya.»