¡Ay de mí, porque he visto a Dios!

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Isaías 6:4-5

“Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.”

  1. Fue tal el impacto de la gloria de Dios en Isaías, que no solo su ser fue conmovido, sino que también estos elementos inertes e inanimados lo fueron (v. 4a).
  2. El templo se llenó de humo debido a la gloria de Dios, y eso nos recuerda lo dicho por Moisés en Dt. 4.24: que Dios es “fuego consumidor”, y que su apariencia es como de fuego (Éx. 19; Comp. Dn. 10.6; Ap. 1.14).
  3. Ante la gloria de Dios, Isaías solo pudo exclamar la calamidad que le vendría encima por haberlo visto, dijo: “¡Ay de mi! Que soy muerto”. Otras versiones de la Biblia traducen su expresión así: “¡Todo se ha acabado para mí! Estoy condenado” (NTV) o: “¡Ahora sí voy a morir!” (TLA).
  4. Hay dos razones que explican el terror que invadió el corazón de Isaías, la primera fue que reconoció que era hombre de labios inmundos, y la segunda, que habitaba en medio de un pueblo igual.


Isaías era pecador, y aunque era uno de los más justos de Israel, era hombre, era un ser humano, era hijo de Adán, y por ende, era pecador, su corazón estaba afectado por el pecado de la raza humana y sus labios daban cuenta de lo que había en él.

Jesús nos enseñó que de la abundancia del corazón habla la boca (Lc. 6.45), y sin mencionar su corazón, con esta expresión, Isaías identificó el pecado que había en él.

Y es que cuando consideramos la santidad de Dios, la respuesta natural, la consecuencia normal que debiera producir eso en nosotros, es una conciencia de pecado que nos inunde y nos haga sentir tal nivel de terror que tengamos la obligación de confesarlo y arrepentirnos delante del Santo.

Por Su santidad, no hay ser humano que lo vea y pueda sobrevivir (Ex. 33.20). Porque Su santidad se nos aproxima como una sombra que nos amenaza y nos consume. Él no tolera nada impuro, pecaminoso e imperfecto; y eso es exactamente lo que somos nosotros.

¿Podemos imaginarnos lo que alguien que no sea hijo de Dios tendrá que enfrentar ante su Santidad en el día del juicio, donde sin fuerzas, sin ánimo, y sin esperanza tenga que reconocer su pecado delante de Él y escuchar Su juicio en su contra? (Ap. 20.11-15)

¿Cómo vamos a enfrentar esta verdad de la santidad de Dios?, ¿vamos a decir como muchos… “calla, calla, no hables más, ese no es el Dios que queremos, ese Dios nos incomoda, nos juzga y nos hace sentir culpables”?

O vamos a ser de los pocos que dicen:

“¿Por favor, háblennos sobre qué debo hacer para estar reconciliado con ese Dios Santo y potente?”

La buena noticia es la que el mismo Isaías nos dice en 57:15: “así dice el Alto y Sublime Que vive para siempre, cuyo nombre es Santo: «Yo habito en lo alto y santo, Y también con el contrito y humilde de espíritu, Para vivificar el espíritu de los humildes Y para vivificar el corazón de los contritos.” NBLA

La pregunta final es: ¿Qué tan dispuestos estamos a humillarnos delante de Su santidad?


«La santidad de Dios produce una clara conciencia de pecado y necesidad de arrepentimiento»

Ministerio UMCD

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