
Salmos 32:1-8
“Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño. Mientras callé, se envejecieron mis huesos En mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; Se volvió mi verdor en sequedades de verano. Selah Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Selah Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado; Ciertamente en la inundación de muchas aguas no llegarán éstas a él. Tú eres mi refugio; me guardarás de la angustia; Con cánticos de liberación me rodearás. Selah Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; Sobre ti fijaré mis ojos.”
Si hay alguien quien conozca bien la oscuridad del pecado, la bajeza de nuestra depravación, la depresión que ejerce el sentimiento de culpa, la humillación de la corrección, la necesidad del perdón, la gracia del Señor, la inmensidad de Su misericordia, y la fidelidad de Dios a través de la restauración, ese podría ser David.
Nuestro amado pastor y cantor nos expresa en este bello salmo cuan profundo puede caer un hombre a causa del pecado, pero también nos levanta el corazón hacia la esperanza de la inmensa belleza del perdón y la restauración.
David había tomado una mujer a la fuerza, había rechazado aceptar la responsabilidad de paternidad, buscó ocultar su pecado emborrachando a un hombre para transferir esa responsabilidad, y frustrado ante la falta de logro de su oscuro plan y la imposibilidad de conseguir escaparse de lo realizado, se transforma en asesino intelectual de un hombre (2 S 11).
Cuando el profeta Natán viene a él para confrontar el pecado, David comprendió la inmensa gravedad de su mal y la dolorosa reprensión de Dios que venía con pérdida del niño, sufrimiento dentro de la familia, y la traición moral y política de su hijo; solamente le quedaba vivir para enfrentarlo todo (2 S 12:1:15).
En este proceso David entendió que el perdón es un bien incalculable (v. 1); que un hombre piadoso vive doblemente feliz alejado del pecado (v. 2); sintió en carne propia que el silencio de la culpa y la falta de arrepentimiento afectaba su salud y vida (v. 3); a causa de estos problemas espirituales, emocionales y físicos se sintió emocionalmente alejado de Dios y deprimido (v. 4); pero después de todo eso, encontró el significado y valor real del arrepentimiento; supo que podía acercarse a Dios para confesar su pecado con esperanza; y mientras lo hacía aprendió la gracia, la misericordia y la fidelidad de Dios para perdonar (v. 5). Al igual que el hijo pródigo (Lc 15:11-24), David aprendió que no puede llegar tan lejos como para no poder volver a Dios y hallar perdón (v. 6); y, sobre todo, al conocer del amor y la paciencia de Dios, halló incomparable gozo en la restauración (v. 7), pues Dios volvería a guiarle y usarle (v. 8).

Usted y yo somos pecadores, siempre podremos volver a pecar, pues no somos perfectos, estamos en un crecimiento o perfección. Aprendamos de los destructivo que puede ser nuestro pecado hacia Dios, los otros, y nosotros mismos; pero no olvidemos, que por más lejos que estemos de Dios, y aunque hayamos caído profundamente en nuestra rebelión, Dios nunca estará tan distante, y menos inalcanzable, como para que no pueda escuchar nuestra oración de arrepentimiento, perdonar nuestro pecado, y ayudarnos a restaurar. Nunca decaerán Sus misericordias (Lm 3:19-22), porque Dios es “misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Sal 86:15).
«Dios, que sería de nuestra vida sin Tu misericordia, gracia y fidelidad para perdonar»
Salmos 32:10
“Muchos dolores habrá para el impío; Mas al que espera en Jehová, le rodea la misericordia.»