Juan 1:29
“El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”
Cuando pensamos en sangre nuestros sentimientos pueden sentirse afectados; algunos sufren baja de presión al verla, otros les provoca miedo, y algunos son indiferentes. Pero siempre podremos relacionar la sangre con dolor, pérdida, y muerte.
La sangre en la Biblia, entre varias cosas, simboliza la vida (Lv 17:11, 14). La sangre es el líquido vital que recorre el cuerpo y lleva oxígeno y nutrientes a cada rincón donde se encuentre una célula; por ello, cuando Caín pecó en contra de Abel matándolo, Dios demandó explicación de la “sangre” derramada (Gn 4:10).
Ahora, el día que Dios habló con Adán en el paraíso, le advirtió que no comiera del árbol del bien y del mal, porque si lo hacía, la muerte llegaría ciertamente sobre él (Gn 2:16, 17). “Porque la paga del pecado es muerte…” (Ro 6:23a). Como la ley de Dios demandaba la muerte por el pecado, solamente había un medio posible para otorgar el perdón al pecador, y eso solo se logra por medio de un sustituto, alguien que tome el lugar del ofensor.
En la ley dada a Moisés se estableció oficialmente el sacrificio por el pecado. Se buscaba un sustituto que eliminaría temporalmente la consecuencia del pecado del hombre. Un cordero era entregado para derramar su sangre, otorgando remisión o perdón temporal al pecador, librándolo de culpa (Lv 17:1-14; He 9:18-22, 26-28). En este caso, la sangre sustituta representaba el pago por el pecado.
Pero antes de la Ley de Moisés, hubo una muestra viva y exacta de lo que el sacrificio representaba, el valor de la sangre, la necesidad del sustituto, y la fe sobre todo ello. El cordero de Pascua.
Para librar a los israelitas de la muerte de sus primogénitos, Dios había solicitado a cada familia presentar un cordero macho de un año, y debían inmolarlo o degollarlo entre las últimas horas de la tarde del día catorce, tomarían esa sangre con el hisopo (ramas) para rociarla en las puertas (Éx 12:3-7). El castigo que Dios impartiría sería la muerte sobre egipcios, y para evitar la muerte dentro de los hijos hebreos, Dios demandó la sangre del cordero.
El acto de fe de los israelitas estaba en la confianza que ellos tenían en que Dios no daría muerte a sus hijos primogénitos, y utilizan la sangre del cordero para librarlos de la muerte. El hisopo y la sangre fue un acto de fe y confianza para evitar el juicio divino.
La palabra inmolar proviene de la palabra hebrea “shajat” (Éx 12:6), y aparece en la Biblia por primera vez en el sacrificio que Abraham iba hacer con su hijo Isaac, cuando Dios le pide que lo ofrezca: “Abraham … tomó el cuchillo para degollar [sacrificar o inmolar] a su hijo” (Gn 22:10). Abraham estaba ofreciendo en sacrificio a su unigénito por parte de Sara, y portador de la promesa, y Dios proveyó un sustituto, un “carnero” (Gn 22:12, 13).
En el caso de Dios, Él sí inmoló a su Unigénito, a Jesucristo. La noche previa a su muerte, Jesús llama a sus discípulos, toma la copa de vino y les dice: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión [perdón] de los pecados” (Mt 26:27, 28).
Jesucristo nos hace una invitación a ‘beber’ de su copa, es decir, a poner nuestra fe en la sangre que Él derramó por nuestros pecados. El ‘beber’ de su sangre es una expresión de identificación personal con su muerte y su sangre por nosotros, ya que Dios entregaba a Su “Cordero” como sustituto por nuestro pecado (Jn 1:29).
Cómo los israelitas usaron con fe la sangre con hisopo, nosotros debemos poner nuestra fe en la sangre de Cristo como nuestro sustituto para evitar la muerte eterna, la horrenda condenación.
«Gracias Jesús por tu muerte sustitutiva en la cruz por mí»
Romanos 6:23
“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.”